jueves. 28.03.2024
Hoy se cumplen 15 años de la muerte del poeta zamorano Claudio Rodríguez

Hoy se cumplen quince años de la muerte del poeta más universal que ha dado la tierra zamorana.

Hacía calor, mucho calor, aquel día. Veintidós de julio, como hoy, hace quince años. El teléfono sonó: Claudio Rodríguez había muerto. Partía de vuelo; entraba así en la inmortalidad el poeta más grande y universal que ha dado la tierra zamorana, casi una leyenda.

Aquella noche el poeta fue velado en Madrid para ser trasladado al día siguiente a Zamora, la ciudad que siempre le habitó, donde vio la primera luz un 30 de enero de 1934. Aquí, junto a la piedra y el surco, sus restos mortales pasearon por vez última las calles para detenerse sobre el Duero, su río Duradero.

Allí, sobre las aguas, resonaron los versos eternos mientras llovían flores sobre el río, que nunca se detiene, que siempre pasa. Autoridades, artistas, poetas y el entonces presidente de la Real Academia de la Lengua, Víctor García de La Concha, despedían con respeto al poeta antes de emprender en silencio y con paso corto el camino hacia San Atilano bajo un sol de justicia.

claudio2Claudio fue enterrado con el cielo rabioso del verano por testigo –"siempre la claridad viene del cielo"- junto a un ciprés guardián y una fuente en recuerdo del agua del Duero, muy cerca del acceso al camposanto, en el emplazamiento elegido por la familia y los amigos y cedido por el Ayuntamiento, que años antes lo había nombrado Hijo Predilecto de la ciudad. Allí, bajo una obra del genial Luis Quico, reposa ya en el abrazo de su tierra zamorana, tan temprano.

Después, ya de regreso y también a orillas del Duero, en la playa de Los Pelambres, los amigos de siempre, los de a pie –Antonio Pedrero, Tomás Crespo, Ramón Abrantes, Julio Mostajo, José Ignacio Primo, Larry, Emilio, María Jesús la de Agustín el Rejo, su compadre eterno que tantas noches de gloria y retranca amasó en El Rocío- brindaron junto al Duero con Clara por su vida y su memoria. Y sonaron panderetas al pie del agua con canciones de Águedas, iniciando así un rito que se repite cada 22 de julio junto al río, cuando los amigos que le sobreviven se juntan en el rezo y la memoria, en la tertulia, el brindis y el cántico para celebrar su vida, su don de eternidad.

Lo recuerda la ciudad con el puente de los poetas, con un instituto y una calle que llevan su nombre y en los miradores que vierten al Duero, con el seminario permanente sobre su obra y la ruta evocadora de su presencia por las calles y plazas de su infancia y juventud, cuando quedó inmortalizado en el mural de La Golondrina de su amigo Pedrero junto a Julio Mostajo y Ramón Abrantes, grandes en el arte, generosos en la amistad.

Sobre su vida y obra corren ríos de tinta. Premio Adonais en 1953; Premio de la Crítica en 1965; Premio Nacional de Poesía en 1983; Premio Castilla y León de las Letras en 1986; Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1993; y Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 1993, sobre su nombre planeaba ya un posible Nobel de Literatura que truncó aquel 22 de julio. Hoy hace quince años.

Los niños aprenden su nombre en las aulas y recitan los versos, sólo cinco, el compendio de la mejor poesía española de la segunda mitad del siglo XX. Sólo eso; todo eso. Quizá sobre Claudio todo o casi todo esté escrito y nada quede por decir en lo académico, en lo público, en las innumerables tesis doctorales y estudios editados sobre su obra.

Hoy, cuando se cumplen quince años desde aquel 22 de julio, su voz resuena clara en la memoria de mi infancia, allá donde se pierden los recuerdos, en el privilegio que hemos tenido quienes lo conocimos y disfrutamos más allá de lo académico, en torno a la mesa y el mantel, de puertas adentro, Clara siempre cerca, devoto de Chenel, cigarro en ristre, entrañable, genial, ocurrente, humano y auténtico, carne y hueso, humilde como la arcilla y el barro, ya inmortal.

Aquel 22 de julio, hace ahora 15 años, Claudio entraba en la eternidad, casi como una leyenda, Duradero como su río, desde el vuelo de la celebración. Don de luz, conjuro, claridad que siempre viene del cielo.

Poesía, cosecha eterna ya siempre.

"Y, sin embargo -esto es un don-, mi boca
espera, y mi alma espera, y tú me esperas,
ebria persecución, claridad sola
mortal como el abrazo de las hoces,
pero abrazo hasta el fin que nunca afloja".

Claudio, cosecha eterna