viernes. 19.04.2024

Huele a estiércol

Zamora se ha levantado con un maravilloso olor a estiércol que nos recuerda quiénes somos. Maravilloso, sí. Y no porque huela a mierda, con perdón, sino porque esta es tierra de ganadería y de labranza.

Porque aún existen ciudades donde las cosas son de verdad, donde huele a pueblo y a faenas del campo, al ciclo de la vida y de la tierra. No es una coña, no. Huele maravillosamente a estiércol. Huele a humanidad y a casas bajas, a gente que aún se saluda y se conoce, a la cercanía de los animales y de las personas.

Huele a estiércol y a limpio, a campos recién abonados para que venga buena la cosecha. Esa cosecha que si llega abundante dinamiza la economía de la provincia, porque si el grano entra en los silos se multiplican las ganancias en los pueblos y revierte en la capital. Y se cambian los muebles, y los electrodomésticos y las cortinas y las colchas, y se pintan las paredes y se reteja. No hace falta saber de números.

Zamora se ha levantado con el olor a estiércol. Ese olor que nos recuerda que la industria pasó como un sueño imposible por esta tierra, quizá porque a algunos les interesaba más que no creciese, que no despegase, que se quedase sumida en una eterna servidumbre, que cupiese en las palmas de sus manos. Los más jóvenes, la generación de las tablets, las app, los Android y las poses de diseño preguntaban esta mañana a qué olía Zamora. Algunos, incluso, dijeron que a mierda. Bendita mierda.

Aunque mierda es el estiércol, es el abono y la promesa de la vida, el refuerzo, el garante de la tierra. Recuerdo los finales de verano con este olor frente al Club Náutico, este olor que desprende el campo cuando quienes lo trabajan lo enriquecen. Y con ese olor grabado en la pituitaria, muchos recordarán su infancia en la casa del pueblo, los autobuses para ir a la escuela, los mastines tirados pachorros en las puertas de las casas, la convivencia del hombre con las bestias del campo, el mundo rural del que venimos, el olor del pan recién cocido, de los chorizos curándose. Ese mundo tan real, tan de verdad, desaparecido entre los altísimos edificios de diseño y personas de diseño, entre la pose de quienes pugnan por ser los más modernos -hoguera de las vanidades que todo lo quema- mientras se pierde la memoria de quiénes somos, de dónde venimos. Barro, estiércol somos.

Huele maravillosamente a estiércol. Huele al poso del abono sobre la tierra, a ciudad donde aún las cosas huelen y se llaman por su nombre. Nada más. En nuestro camino se nos olvida el tufo que emana de las grandes ciudades donde no huele a nada pero apesta todo; de los grandes depachos donde todo dios se llama de usted y muchos pliegan la espalda; de los números falseados que se esconden como pelusas bajo las alfombras; de los vestuarios con trajes y corbatas; de los apretones de mano sin alma, de las sonrisas sin médula; de jugar con el pan y el futuro de los demás sin remordimiento mientras el culo propio esté a salvo.

Huele maravillosamente a estiércol en Zamora. Quizá por ese tufo de los intereses de quienes nunca bailaron con la más pobre, con la más pequeña, siga oliendo a campo, purina y verdad en esta tierra de agricultores y ganaderos, en esta Zamora donde todos nos conocemos, donde aún el campo necesita alimento y vida. Bendito estiércol.

Huele a estiércol
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