sábado. 20.04.2024

Dejad que los niños se acerquen a Él

En tiempos de ataques feroces a la Iglesia resulta fácil hacer leña del árbol caído, convertir en noticia la carne fresca y aprovechar para llevarse por delante todo lo vinculado a la institución eclesial. No seré yo la que defienda a ningún pederasta, sea sacerdote o seglar. Al contrario, los autores de abusos sexuales a menores me producen una repulsión especial. Si de mí dependiera, esos enfermos mentales, esos cerdos, no volverían a pisar la calle ni a acercarse a un menor, previa castración incluida. Un niño, un menor, representa la parte más débil, la más indefensa de toda la raza humana. Si no somos capaces de protegerlos estamos destruyendo nuestro futuro.

Si la Iglesia ha tardado 28 años en reconocer unos hechos tan graves y asquerosos y en pedir perdón públicamente, es una pena que la vía civil deje prescribir ciertos delitos que no tienen perdón ni tiempo de caducidad como el que nos ocupa. Caiga sobre los pederastas todo el peso de la ley, de la divina y de la humana.

No seré yo la que no esté siempre al lado de las víctimas de los abusos, de su dolor, de su vergüenza, de su silencio, de su impotencia, de su rabia. Sus cuerpos y sus almas han sido profanadas y solo buscan su paz, la justicia de este mundo, que de la del otro ya se ocupará Dios. Y es este mundo terreno el que pisamos y conocemos, y es este mundo el que les debe una forma de curar sus heridas aunque sea tan tarde. Mi paz os doy.

No seré yo tampoco la que critique la justa indignación de los vecinos de Tábara, a caballo entre la incredulidad y el estupor, que se sienten ultrajados porque aquel con quien compartieron su vida familiar, su comunidad cristiana, su credo, sus sacramentos, sus confesiones y sus ritos era indigno de llevar la casulla que lo revestía, la Cruz del Hombre que murió por todos los hombres sobre el pecho.

Lo que no es admisible es la carnaza de distintos medios y cadenas que intentan demonizar la labor de la Iglesia, someter el todo a la parte, identificar Iglesia y pederastia como una misma cosa. La manipulación, el rencor y el desprecio de algunos periodistas y tertulianos, de algunos comentarios en las redes, es un vómito, una falta de respeto sobre los miles, millones de católicos que en el mundo somos. No se es más progre por decir auténticas barbaridades de la Iglesia, ni se es más libre por no adscribirse a ningún credo. También yo soy libre porque creo.

Sé que no está de moda; sé que defender públicamente a la Iglesia es de casposos, de retrógados, de trasnochados, de reprimidos. Pero no me siento ni lo uno, ni lo otro, ni lo otro, ni lo otro. Ser Iglesia también es sacar la cara por la Iglesia madre y maestra hecha por hombres que tienen sus fallos como hombres, sus errores y que deben tener su correspondiente pena y su castigo, en lo canónico y en lo civil.

Aunque la rigidez de sus postulados en determinados temas me aleje a veces de ella, yo me siento Iglesia, soy Iglesia. No creo en la Iglesia del "a Dios rezando y con el mazo dando", la de las intrigas palaciegas, ni la que ha callado y otorgado durante tantos años estos abusos por directrices que a la larga solo han contribuido a dañar su imagen global.

Yo creo en la Iglesia que tanta cultura y educación ha llevado allá donde nadie llegaba porque no figuraba en el mapa; creo en la Iglesia misionera, por los hombres y mujeres que por amor a Cristo permanecen en las aldeas más remotas, enferman de los virus de los que los demás huyen, arriesgan la vida en los lugares de conflictos de los que los demás escapan. Creo en la Iglesia sencilla de aquellos que renuncian a todo, que no poseen nada; de aquellos a quienes les basta su fe para dejar atrás una vida y dedicar su tiempo, su alma y su corazón a los demás. De estos obreros de la Iglesia los hay a millones. Hablen también los medios de su ejemplo de amor a los hombres y a Dios.

Creo en la Iglesia que tanta miseria y tanta necesidad está atendiendo aquí mismo, en España, a través de Cáritas y de sus numerosas asociaciones y entidades, quitándole un papelón inimaginable al Ministerio de Asuntos Sociales y dignificando el día a día de miles de personas, garantizando la comida y las condiciones mínimas de vida de miles de familias que se han visto rotas por una crisis implacable.

La Iglesia en la que yo creo es una gran obra hecha por hombres y mujeres que, como hombres y mujeres que son, no están libres de tener dentro manzanas podridas que deben ser acusadas y apartadas con mano firme sin que por ello queramos sacrificar un árbol lleno de hermosos frutos. Como dato, baste decir que el nivel de pederastia entre el clero es de un 0,8 por ciento, mientras que el 99,2 por ciento restante ocurre en los núcleos familiares.

Justicia para esos niños que vieron su infancia ultrajada, machacada, vapuleada. Justicia para esas víctimas inocentes a las que le arrancaron sin anestesia la feliz infancia. Paz para ellos y descanso, aunque nada haya que les restituya lo que ese ser disfrazado de cura -el hábito no hace al monje- les robó, traicionando sus juramentos, sus votos y su vocación. Traicionando también a todos aquellos que ejercen el ministerio sacerdotal desde la lealtad más absoluta a los principios del amor al prójimo, el primer mandamiento.

Justicia y respeto también para la Iglesia en la que creo, para todos aquellos que mantienen vivo desde el ejemplo al Dios que anduvo en la mar, el Dios generoso y del perdón. El Cristo que murió en la Cruz y cuya Pasión rememoramos en las calles cada primavera. Justicia y respeto para quienes hacen que el Dios que camina a nuestro lado, a, perviva a través de los siglos, siga en pie allá donde nada queda, solo el soplo, el poso, los cimientos del amor.

Dejad que los niños se acerquen siempre a Él.

Dejad que los niños se acerquen a Él
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