jueves. 25.04.2024

La última ovación al Maestro

"En Toro el Duero arrulla a los niños desde la cuna y las torres y campanarios cantan, la música de la Banda La Lira o de la Rondalla desborda las calles y el pueblo compone Carnavales".

Una batuta, la de su último concierto en Viena el pasado 8 de enero, permanecía asentada sobre un corazón de rosas rojas sobre el ataúd. Un corazón que regresaba a su casa, a su tierra. Polvo enamorado que volvía al polvo, a la cuna, a la sábana primera, a la tierra asentada sobre el Duero que le brindó la primera luz. El maestro Jesús López Cobos ha regresado a casa. A su casa, a esta tierra de Toro cuyo nombre él pedía expresamente que figurase en las biografías. Toro.

"Tú, que eres periodista, cuéntale al mundo lo mucho que le queríamos", me pedía muy cerquita de su féretro una mujer discreta y elegante, Carmen "La Peque", que durante cuarenta años ha cantado en el Coro Nacional. Emocionada, contaba cómo el maestro toresano fue quien le hizo darse cuenta de la grandeza de sentirse música, del milagro que se produce cuando alguien es capaz de sentir cómo la música la invade y le hace crecer y hacerse inmensa sobre un escenario. Ese milagro. Ocurrió con un Réquiem Alemán de Bramhs, una de las obras favoritas del maestro.

Hubo un año en que La Colegiata se quedó pequeña para acoger a la Orquesta y el Coro Nacional de España interpretando la Novena de Beethoven, esa música eterna que es capaz de provocar por sí sola que la humanidad se reconcilie con la humanidad. Yo tenía doce o trece años, eran los años de estudios y sonatas en el Conservatorio, de intentar devorar el mundo a mordiscos como a una manzana.

A Jesús López Cobos siempre le gustó volver a casa y traer lo mejor que podía dar de sí: su sencillez, su humildad y su magisterio, el don de la música, su generoso y callado mecenazgo. Con disciplina alemana, pero con un corazón español latiendo como late la Torre del Reloj. Recuerdo que al término de aquel concierto, después de ese último movimiento coral que hace que tiemblen los cimientos del mundo y que canta a la alegría, mi padre estuvo hablando con el maestro, que conocía su obra, la admiraba y respetaba. La respetaba sobre todo porque para él dedicarte a las artes en España era oficio, vocación de héroes. Así se lo dijo, sin adornos, con ese dolor que sabe que libra una batalla perdida de antemano. Era la protesta, la confidencia de tú a tú de quien desarmó con su talento a los públicos más exigentes de todo el mundo. Así recuerdo yo aquella conversación. Por eso la suya fue una historia de desencuentros con quienes dirigen las políticas culturales de este país, pero de amor leal, incondicional y orgulloso por su cuna, la pequeña y preciosa Toro; la ciudad donde la música resuena por todos sus rincones.

No es de extrañar que un niño nacido en Toro llegase a ser uno de los mejores directores de orquesta del mundo. En Toro el Duero arrulla a los niños desde la cuna y las torres y campanarios cantan las horas cada día y la música de la Banda La Lira o de la Rondalla Toresana desborda cada poco las calles; y el pueblo canta Carnavales en clave de murga y hace del cántico un brindis y una seña de identidad.

Toro hoy cantaba con el bronce de sus campanas al aire el dolor de una madre que pierde a un hijo, de una madre que abraza a un hijo antes de entregárselo a la tierra, como abrazan las Vírgenes a un Cristo recién descendido de la Cruz. Allí, para honrar al maestro, para despedirlo; allí han estado la Rondalla y la Banda, y el Coro La Mayor, y los niños y jóvenes que aprenden música en la Escuela Municipal López Cobos. Fue el maestro quien dispuso que no hubiese flores; solo un puñado de flores amarillas, sus favoritas, porque amarillo era el color del sol de España, no el color maldito de los supersticiosos. Y lo dispuso así porque allá donde otros ponen flores para un duelo él quiso regresar a la tierra con las manos vacías y festejar la vida y sembrar de notas y de futuro las aulas de su Escuela de Música toresana.

Hoy Toro le ha despedido con emoción y con una cerrada ovación, la última ovación al maestro, cuando sus restos salían hacia el Monasterio de Sancti Spiritu. Allí, a ras de suelo, bajo una sencilla clave de Sol, Jesús Lopez Cobos ya es eterno, leyenda. Un corazón de rosas rojas que nunca deja de latir.

Fuera, el cielo iba clareando y solo el canto de los pájaros rompía el silencio. Un silencio, una respiración contenida, una anacrusa para seguir solfeando la vida. Para seguir cantando, contándole al mundo, que hubo un niño en la Ciudad de la Música que llegó a ser el más grande director de orquesta español.

 

La última ovación al Maestro
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