Opinión

La Catedral de Zamora llora a su eterno guardián

Las campanas de la Catedral no tocaban esta mañana, se han quedado mudas. Estaban mudas, tristes, porque en la noche del Jueves Santo se iba quien durante más de setenta y dos años ha sido el guarda del templo, su eterno campanero, el señor Miguel, que se iba con su Aurora del alma a hacer estación en el cielo. Ese cielo que tantas y tantas veces ha tocado desde la cúpula y la Torre del Salvador, allá donde la ciudad se ve pequeñita a nuestros pies. Cuántas, cuántas escaleras.

Setenta y dos años. Toda una vida de dedicación atendiendo las necesidades del templo mayor y de sus cultos. Pequeño de estatura y recio, de una pieza, custodiando la Catedral como quien protege su casa y el gran tesoro de los zamoranos, el Cristo de la Injurias, con quien tantas y tantas cosas se habrá dicho cuando nadie les veía. Cuántas veces le habrá abierto las puertas y también al Nazarenol y la Esperanza y a la Virgen de los Clavos, y la Urna, y a nuestro Jesús Luz y Vida, que hoy sale a proclamar la resurrección, y al Santísimo en el día grande del Corpus.

Cuando las puertas de la Catedral se abrían está mañana y las traspasaba por vez última el señor Miguel a hombros, como un torero en su última vuelta al ruedo, era como si saliese parte de la misma Catedrak, su historia en carne y hueso, la memoria de cada una de sus piedras.

El señor Miguel se ha ido con el trabajo cumplido y la herencia depositada en sus hijos y nietos, en Mari, que siempre está con todos y para todos: Cabildo, cofradías, floristas, visitantes....y Miguel y Chano, siempre dispuestos, siempre amables, haciendo con tanto amor lo que con tanto amor aprendieron desde niños, si conocen la Catedral y sus rincones como la propia palma de la mano.

Las campanas de la Catedral están mudas, y resuenan aún en la bóveda las palabras del Deán, José Ángel Rivera, tan cercanas, tan merecidas a quien hizo de su trabajo la misma vida. Y la música del órgano acariciada por los dedos del maestro Miguel Manzano. Y el abrazo, los centenares de abrazos tan de verdad, tan agradecidos, de quienes hoy arropaban a su familia celebrando su vida larga y fecunda, su cabeza y energía envidiable, genio y figura.

Mientras París y el mundo lloran por la Catedral de Notre Dame aquí, al pie del Duero, las campanas se han quedado mudas. La Catedral del Salvador, la Catedral de Zamora, llora por el señor Miguel, su eterno guardián.

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